«Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.» Agustín
Incansablemente, sin importar nuestro transfondo cultural, nuestra educación o nuestra edad, todos los seres humanos buscamos. Buscamos sin cesar. Buscamos y rebuscamos, pero sin saber en realidad qué…
 Existe un juego llamado «la búsqueda del Tesoro». Un objeto es escondido y cada equipo recibe un mapa con indicaciones que conducen al hallazgo del tesoro oculto en algún lugar. La humanidad entera está «buscando el tesoro»… pero no lo encuentra, porque lo busca allí donde no está.
Hace ya veinte siglos, un joven rabino de la ignota Galilea, en algún rincón polvoriento del Imperio Romano, con infinita bondad se ofreció a mostrarnos las pistas: « Y venido a su tierra, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y estos milagros?¿No es éste el hijo del carpintero?¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas?» Mateo 13.54 – 55
Aquello que Jesús anunciaba, y que sorprendía profundamente a sus oyentes, no era una esperanza vana, o un sueño reconfortante para el mundo venidero. ¡No! Lo que Jesús anunciaba era un camino vivo, y una invitación a acompañarlo a él en esa aventura.
Si en nuestro juego de buscar el tesoro hemos andado dando vueltas y errando tras falsas pistas; ha llegado la hora de releer el mapa y buscar allí donde el tesoro está.
«Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se levantó y le siguió». Mateo 9.9