Mi hijo había pasado el día conmigo en el trabajo. Lo pasamos de maravilla, y hasta dimos un recorrido por los túneles «encantados» que hay debajo del viejo hospital donde trabajo. Después hubo pastel y helado para los niños de los trabajadores. Todo iba muy bien hasta que cometí un serio error.
Tengo un compañero de trabajo que, aunque es una buena persona, tiene valores para la crianza de sus hijos, diferentes a los míos. Temprano en el día, tuve que pedirle a su hija (de la edad de mi hijo) que no terminara de contar un chiste vulgar. A lo largo del día pudimos evitar situaciones incómodas como esas.
Pero, cuando se acercaba el final de la tarde, mi colega y sus hijos se pusieron a ver un video en la Internet de un comediante que ven con frecuencia en su casa. Mi hijo y yo mirábamos la pantalla cuando el humorista contaba chistes que, sin duda, no eran apropiados para un niño de nueve años. La peor parte fue que yo me reí de los chistes, antes de caer en cuenta de lo que estaba sucediendo. Un sentimiento de vergüenza se apoderó de mí al imaginar lo decepcionado que debía sentirse mi hijo.
Había esperado demasiado tiempo para ponerle fin a la situación, y hasta di la impresión de que me parecía bien aquello de lo cual nos estábamos riendo. Tuve esa sensación de angustia que experimentamos cuando nuestros hijos nos están viendo hacer algo que es exactamente lo contrario a lo que les hemos enseñado.
Ya en casa, mi hijo me dijo: «Te reías porque estabas tratando de no herir sus sentimientos». Pero lo dijo de una manera que indicaba que estaba tratando de justificar lo que yo había hecho. Esto no era lo que yo quería que él aprendiera de este incidente —que está bien no ser fiel a nuestros principios sólo para proteger los «sentimientos» de otros. Yo sabía que tenía que rectificar la situación.
Hay una parte de nosotros que quiere que nuestros hijos piensen que somos unos superhéroes. Es fácil cuando tienen cinco años de edad porque todo lo que uno hace es correcto para ellos. Yo solía decirle a mi hijo: «Todo el mundo comete errores», y su respuesta inmediata era: «pero tú no…» Me reía y trataba de explicar que, por supuesto, yo también cometía errores. En aquel entonces, él no estaba convencido de mi capacidad de errar. Me asombraba saber cómo podía alguien pensar, especialmente mi propio hijo, que yo no cometía errores. Lo que he aprendido desde entonces es que ser admirado no es la única razón para «hacer lo correcto» como padre.
Más allá de nuestra necesidad de ser respetados por nuestros hijos, hay otras razones legítimas para ser un buen ejemplo. Como padres, nos esforzamos por el consejo bíblico de «instruye al niño en su camino» (Pr 22.6), y sabemos intrínsecamente que la mejor manera de hacerlo es mediante el ejemplo. Por tanto, nos esforzamos por hacer bien las cosas, de predicar con el ejemplo, no sólo con palabras. Aunque algunas veces fallemos.
Por fortuna, tratar de hacer todo bien no es la única manera para ser un buen ejemplo. Hay otra forma: mostrándoles a nuestros hijos cómo enfrentar nuestros errores. Proverbios nos dice que el necio nunca aprende de sus errores (26.11). ¿No debemos mostrarles a nuestros hijos cómo no ser unos necios? Podemos demostrarles cómo pueden recuperarse de los inevitables fracasos que encontrarán en la vida.
El primer paso para enseñar a los hijos a aprender de nuestros errores es reconocer que hemos errado. Podemos utilizar la situación como una oportunidad para enseñar. ¿Qué ha hecho usted que estuvo mal? ¿Por qué era incorrecto? ¿De qué otra forma lo haría la próxima vez? Nuestros hijos nos necesitan para ser fuertes, pero también necesitan saber que somos lo suficientemente fuertes como para reconocer cuando nos equivocamos. ¿No esperamos nosotros lo mismo de ellos? Además, ¿qué niño quiere estar a la altura de la imagen (falsa) de un padre perfecto?
Mi conversación con mi hijo sobre el incidente en el trabajo terminó mejor de lo que yo esperaba. Le dije: «No, lo que hice estuvo mal. Fue mi culpa. Cometí un error».
Una vez que reconocí que había actuado mal, la conversación se hizo más fácil. El peso de tratar de ser perfecto a sus ojos se me hizo liviano, y pudimos hablar sobre cómo manejar situaciones como estas cuando se le presenten en la vida.
Al final, terminé con una sensación de triunfo, ya que Dios me ayudó a convertir el fracaso en éxito. Mi hijo resumió perfectamente lo que había sucedido:
«De acuerdo, papá. Nadie es perfecto».
Robert Lora
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