Jerusalén en el año 30 se encontraba en un estado frecuente de tensión política, especialmente en las grandes fiestas religiosas. La Pascua era especialmente peligrosa, con decenas de miles de peregrinos que acudían a la ciudad santa no sólo de Oriente Próximo sino de toda la diáspora judía.
Algunos, como Jesús, se habrían quedado en la casa de algún amigo (o familiar) en las ciudades y pueblos cercanos. Otros se acumularían recostados en las estrechas calles de la ciudad, o incluso pasarían las noches en tiendas de campaña fuera de las murallas de Jerusalén. Los primeros visitantes empezarían a aparecer algo más de una semana antes, para participar en los rituales de purificación, para prepararse espiritualmente, o simplemente para pasar un tiempo en la ciudad.
Como en toda fiesta, con la celebración el trabajo se detiene, las familias se reúnen, la comida y el vino eran abundantes, y las esperanzas y los sueños estaban en el aire. En el corazón de la fiesta está el relato de Israel como pueblo elegido y liberado de siglos de esclavitud en Egipto a través de la gracia y el poder de Dios. Pero también coincidía una trágica ironía: Israel ya no era libre. Esta vez los opresores no eran los egipcios, sino Roma. Todo este conjunto de ideas crearon un cóctel letal de anhelos profundos, nacionalismo y resentimiento.
«Era en estas festividades cuando existía más probabilidad de rebelión», señaló en sus escritos el historiador judío Flavio Josefo (Guerra 1,88), y la mayoría de los disturbios registrados en sus obras parecen haber ocurrido especialmente en la Pascua. Josefo señala la tensión que existía entre la población judía y las tropas romanas “gentiles”, y sin duda su simple presencia en ocasiones incluso provocó la revuelta que se suponía debían disuadir.
EL PREFECTO DE ROMA Y EL IMPERIO
Que hubiese disturbios en Jerusalén era, por supuesto, lo último que el prefecto romano de Judea quería. La pequeña provincia sólo había estado bajo el control directo de Roma desde hacía veinte años, y la responsabilidad primordial del prefecto era mantener la ley y el orden. Como era de esperar, tomó precauciones adicionales de seguridad en la Pascua, dejando su sede habitual en Cesarea Marítima (o del Mar, no confundir con su homónima de Filipo), llevando un destacamento de tropas para reforzar la guarnición de la ciudad de Jerusalén, que se quedaba escasa para la avalancha que se le venía encima.
El prefecto de la época de Jesús era Poncio Pilato, un caballero romano que había estado en el cargo desde el año 26, y que había tenido presumiblemente una impresionante carrera militar antes de obtener su cargo en provincia.
Roma tenía pocos funcionarios en las provincias, y el prefecto tenía que depender del apoyo y buena voluntad de los líderes locales, en particular el Sumo Sacerdote y en menor grado de la aristocracia de Jerusalén. Su conocimiento de las costumbres judías, la diplomacia y el respeto o temor del pueblo eran de gran valor para el gobernador romano.
EL PAPEL DEL SUMO SACERDOTE
El año 30, el Sumo Sacerdote era Caifás. Posiblemente fue nombrado por el predecesor de Pilato, Grato, en el año 19, pero Pilato le permitió continuar en el cargo, lo que sin duda habla de que le consideraba un líder capaz y un aliado útil (de hecho, tanto Pilato como Caifás perdieron sus cargos con pocos meses de diferencia, en el año 37). Los eruditos hoy dudan de la existencia de un cuerpo fijo, formal, y judicial conocido como «Sanedrín”, aunque consideran que sí podría haber habido algún tipo de gobierno judío que supervisase los asuntos administrativos de rutina, pero la gobernabilidad de la ciudad parece haber estado exclusivamente en manos del Sumo Sacerdote; lo que no excluye convocar y presidir reuniones con los líderes judíos del momento.
En la tensa época de la Pascua, el Sumo Sacerdote, tanto como el prefecto romano, deseaban por encima de todo ver la paz en Jerusalén. La principal preocupación Caifás era el buen funcionamiento del vasto complejo del Templo, ya que consideraba que la celebración de las fiestas y sacrificios garantizaban el cuidado continuo de Dios y las bendiciones no sólo a la tierra de Israel, sino a todo el mundo. No había espacio para el error, en especial para los disturbios que podían provocar la interferencia romana (el mayor temor era la presencia de sus tropas en los recintos sagrados del templo).
Así, había una estrecha colaboración entre Pilato y Caifás.
Y JESÚS DE NAZARETH
Y aoarece un joven profeta de Galilea entrando en la ciudad santa en la fiesta de Pascua, creando polémica y alboroto en los patios exteriores del templo, capaz de derribar las mesas de los mercaderes y cambistas en un acto simbólico que significaba el final del entramado sagrado judío; capaz de levantar un sentimiento generalizado de verle como el Mesías del Reino de Israel.
Su persona ponía en el escenario político y religioso una situación en la que es fácil entender el destino que le esperaba.
Este análisis ha sido resumido, traducido y adaptado de Asor blog, con la autoría de Helen K Bond, Senior Lecturer de Nuevo Testamento em la universidad de Edimburgo.
Fuente: Protestante Digital 2014
Robert Lora
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